La muerte

La muerte llega y se va. La muerte llama o tal vez no lo hace y solo se lleva, sin negociación, sin destino conocido y parte sin mirar atrás. La muerte sorprende al llevarse al menos esperado y hace que la reconozcas lentamente cuando habita un cuerpo anciano. La muerte es un misterio resuelto. La muerte acaba por ser parte de nuestro cuerpo.
 
¿Qué se sentirá la muerte? ¿se sentirá algo igual al abandono o solo será como un sueño profundo que se disfruta al ir cayendo?

He tenido cercanía con la muerte ya. Recuerdo alguna vez que entre los 10 y 13 años tuvimos un pequeño encuentro cuando por poco me atropellan y quedé sosteniendo con mis dos manos el cofre del carro que venía directo hacia mi. Pero ahí la muerte no me era ni siquiera cercana. Después en otra ocasión recuerdo haber caído por unas escaleras en el edificio donde vivían mis abuelos y al caer, se fue el aire y mi desesperación fue absoluta. Aun ahí la muerte me era ajena.

Después las noches pasaron y con cada una de ellas los días iban terminando con menos cercanos. Se fueron los tíos viejos y lejanos (lo más obvio), se fueron los amigos enfermos (las reacciones sin sentido) y aquellos otros que vivían cerca de casa. Nadie cercano aún. Recuerdo que al morir alguno de los antes mencionados, la muerte seguía siendo algo extraño para mi. No había motivos para llorar o sentirse realmente involucrados, solo era la sorpresa de aquel alguien había partido y dejaríamos de verlo. Cuando murió el señor Hugo, vecino de casa, una parte de mi se alegró de que ya no habría más gritos desde la banqueta y hacia donde se le diera la gana.
 
Pero luego la muerte decidió acercarse y llevarse con ella a personas con quienes convivía o había tratado asuntos gratos. Se fue la mamá de Fabiola, mi amiga de la prepa y recuerdo que fue una de las primeras muertes que lloré con mucho dolor. Se fue Arturo, novio de una prima, y por como se dieron las cosas el dolor fue distinto, había impotencia e incomprensión por todo lo ocurrido. Y así la muerte se fue acercando más allá de las ofrendas de noviembre. Cuando muere mi abuelo Rafael, no me es significativo y eso pese a enterarnos de que había terminado en una fosa común en algún panteón de la ciudad de México. A él lo conocí mejor ya muerto, que vivo, pues solo una vez recuerdo haber estado junto a él.

Un 17 de abril la muerte habitó el cuerpo de mi abuela Ignacia, el primer cuerpo muerto que veía y tocaba, que me dolía y me hacía pensar demasiadas cosas que en su momento se convirtieron en poemas oscuros. Más tarde moría mi amigo Ezra, quien me había regalado abrazos y amor justo dos meses antes en una celebración de cumpleaños, en la que decidió aparecer de sorpresa. Luego un 29 de noviembre la muerte decidió que mi abuela Celia tenía que dejar de recibirnos en su casa por las tardes y en lo personal, terminaron los besos y los abrazos sabor abuela. Su muerte me dolió más, pero creo que se debe a que justo meses antes, mi vida había cambiado y la misma muerte me había besado una vez más, con tal ternura que seducido acepte la etiqueta de caducidad. Después la muerte decidió que era momento de una nueva tregua y dio pasos para atrás para vernos desde sana distancia continuar con los desajustes que ella misma había creado.


La muerte es entonces un pretexto de ofrendas, de llanto solitario, de recuerdo vivo (curioso ¿no?), de fantasmas que nos siguen y miran sin descanso, de sueños de una muerte tranquila y sin dolor, por que en verdad ahí radica el miedo, en morir adolorido, en pleno quejido o en completa soledad. Pero la muerte es parte de nosotros a diario como en el momento que caemos en sueño profundo y dejamos de ser y el mundo gira. Hay que aprender, que ella será eterna y la vida solo por un rato, así que ¿qué esperas para vivir?

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