Historia de hilo rojo de meñique a corazón

Éramos dos extraños ha decir verdad. Llegaste con una propuesta de vida muy atractiva para mi, representando una libertad que era hermosa y completa. No había tiempo, espacio que te detuviera y no había colores que te definieran o encasillaran. Por mi cuenta era alguien que cumplía con el rol que le correspondía, sin exigir nada extra a la vida. Todo en la superficie.

Pelando las capas de la naranja podría hablar ahora de que éramos un par de imbéciles sin protagonismo y realidad marcada por decisiones propias. Jugábamos roles heredados, mamados o adoptados para sobrevivir en el medio donde nos encontramos. Tu libertad era ficticia y mis candados eran imaginarios.


El equipaje cargado era diferente, eso si. Tu maleta estaba llena de fantasmas ajenos, de metas sin cumplir, de objetivos nunca planteados y de una soledad absoluta. Te preocupaba tu pasado, el pasado de tu padre y el pasado de tu abuelo, al grado de vivirlos en realidad alterada o mal interpretada por ti. Yo, cargaba una maleta con vestuario doble o hasta triple, había aprendido a desenvolverme según  en escenario y el maquillaje que fuera necesario usar: buen hijo, buen estudiante, buen amigo, buen desmadre, buen inconsciente, etc. Mi pasado no tenía marcas que me limitaran o me hubieran impactado, eran solo días acumulados.

Hubo una noche de todas las vividas en ese lapso de tiempo, en la cual nos admiramos, nos compartimos y permitimos ser más allá de una fachada. La cerveza clara y oscura nos acompañaron siempre y hasta donde pudieron ser digeridas. La noche se consumió como los cigarros que llegábamos a tener entre los dedos. Los sueños, las lágrimas, la confesión parcial, las carcajadas y las tonterías alimentadas entre ambos. El declive de la noche, la pérdida motriz, la superficie compartida para perdernos y no saber más uno del otro hasta el día siguiente. Todo el amor y el odio se fueron al carajo esa noche de “guafiri guafiri du”, mantra que usaste varias veces y que no adopté del todo, ya que en ese tiempo menos creía en mantras, rezos, frases fabricadas en corazón ajeno.

La mañana llegó y después muchos más. Noches de compañía, amaneceres violentados por otros más que se acercaron y desgastaron lo de por si ya erosionado antes. Tu abandono te guió a salir desnudo por una ventana aquella noche y entre azoteas buscar algo más que yo no ofrecía, ni iba a dar. Yo terminé saliendo por la puerta, de manera correcta dar besos en las dos mejillas y partir sin marcha atrás. Los meses se acumularon hasta convertirse en años y después solo un reencuentro en donde la vida había girado para ambos.

Aquella última vez, entre cervezas breves me contaste que la familia que tanto te pesaba era ahora la familia que te había adoptado y tu hasta la habías hecho crecer. Por mi cuenta, dejé los disfraces y el maquillaje y te dije: este o esto soy yo. Ya no había nada que perder, ya todo era pérdida para ese momento y ninguno tenía ganas de volver atrás.

Es un hecho que estamos unidos por hilo rojo y que hay algo en nuestro espíritu que, de manera cíclica, nos llama de nuevo ¿cuándo? No lo sé. Por el momento no quiero pensar en eso.

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