Noviembre 2020
El encierro duró más de lo que todos esperaban, pero para él, había iniciado antes y perduraría mucho más tiempo. Se acostumbró a su espacio, su silencio, su falta de empatía y voces que lo devolvieran a lo que había sido. Su rutina era tan simple a la vista de todos, pero tan compleja en su mente, que por ello la mantuvo y la llevó más allá.
Al quedarse solo, optó por el silencio. El dispositivo móvil lo utilizaba para leer cosas irrelevantes y que al final, ni siquiera eran archivadas como recuerdos a largo plazo. Podía ver algo en la pantalla brillosa y a los dos meses, sorprenderse de igual forma con la misma información. La música ya no tenía sentido, había olvidado todo y no se interesaba por los sonidos nuevos. El silencio en casa permitía que escuchara sus pensamientos con atención, pero durante meses no existó alguno que lo hiciera reconsiderar todo.
El tiempo no tenía el mismo sentido para él. La presencia de sol o luna, eran una circunstancia que se podía ver sin abrir las cortinas que cubrían la ventana desde hace 8 meses. Ya se imaginan, el polvo acumulado, el mismo cordón que las mantenía abiertas, ya se había tornado color gris mugre. La casa se ventilaba en los primeros días por accidente, cada vez que se abría la puerta para recibir algo, era el momento de que entrara otro tipo de aire, menos enrarecido. Después, al aumentar los casos de enfermos en la zona, instaló una puerta donde entraban los paquetes y así, su humor no pudo mezclarse con nada más. Los desechos los acumulaba durante 15 días y el día de eliminación, abría una ventana, que había modificado para que toda la basura se deslizara por un canal que caía justo en los botes del señor que se ajustaba a los deseos del ermitaño.
Durante años acumuló muchas cosas. Aquello que se descomponía, no se iba a la basura sin antes almacenarlo por meses (por si en algún momento se requería retomar su uso) y después era descuartizado en partes mínimas que guardaba en botes de tornillos, alambres, resistencias, bocinas pequeñas y esqueletos de algo que había muerto. Sus libros los movía de estante o los acumulaba en una esquina de la mesa, si se distraía con algún papel que él mismo había escrito y conservaba como recuerdo de algo que ya no importaba.
Se conectaba a la red, leía correos de asuntos sin destino, veía pornografía ligera (costumbre arraigada desde adolescente y que sus conocidos alimentaban con frases vulgares y sueños inconclusos), daba “likes” a todas las publicaciones que se le atravesaban en el momento y leía fragmentos de historias que otros compartían como verdad. No intercambiaba letras con nadie, y de hacerlo sus palabras eran tan cortas como: amén, dios dirá o sigo bien.
Con la familia hablaba por teléfono muy de vez en cuando y sin que se siguiera una lógica en la conversación. Podía brincar de tema en tema y felicitar a su prima por adquirir como miembro filial a un nuevo perro. Si los otros hacían algo distinto a lo que el recordaba, lo escuchaba sin grabar esas palabras en la memoria. Parecía haberle puesto pausa al tiempo y así proteger su ser latiente.
La pandemia fue devastadora para la población, pero había que salir algún día y aquellos que se animaron, encontraron inmunidad, muerte rápida o ausencia de seres queridos. Surgió una nueva generación de aquellos que aguantaron la enfermedad, sanaron y siguieron viviendo. Él ya no se arriesgo a nada. No buscó la muerte, pero espero a que lo encontrara en casa, alguna tarde mientras estaba dormitando en algún sillón. Pero no, la muerte también no pudo entrar y lo ignoró por varios años más, acumulándose más cosas sobre la mesa, desgastando la ropa que siempre usaba y llenándolo de silencios que ni siquiera lo incomodaban.
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